Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús aparecen como la “carta magna” del Reino de los cielos que es dada a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los mansos, a quienes tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los constructores de la paz, a los perseguidos por causa de la justicia.
De acuerdo al escrito de Monseñor Antonio Cañizares, las bienaventuranzas no indican solamente las exigencias del Reino.
Manifiestan, en primer lugar la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo y capaces de tener sus sentimientos, de confianza plena en el Padre, de amor y de perdón hacia todos.
Son el retrato que Jesús trazó de sí mismo; son la expresión de la vida que Él encarnó y vivió históricamente.
Aquella vida que sus discípulos vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos; la que les llenó de gozo y de alegría plena.
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad.
Nos muestran el Camino que es Cristo para todos los hombres. El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre.
Ser cristiano es vivir en Cristo, vivir la misma vida de Cristo, vivir como Él vivió. Por eso, las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el Monte iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana.
Bienaventurados, precisamente, a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre de justicia, a los perseguidos, a los que trabajan por la paz, a los sencillos y limpios de corazón, a los calumniados por causa de su Nombre.
Son dichosos: “Porque de ellos es el Reino de los cielos”, porque de ellos es Dios mismo, amor sin límites, abismo sin fondo de misericordia, plenitud de vida y de gracia, justicia y santidad verdaderas, bondad suprema, paz, reconciliación y perdón para todos, fuente de luz.