«La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes», San Juan Damasceno, Catecismo 2559. La oración no es simplemente un intercambio de palabras, sino que involucra al ser de toda la persona en una relación con Dios el Padre, a través de su Hijo, y en el Espíritu Santo.
La oración es «un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría», Santa Teresa del Niño Jesús.
«La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar. En la oración se nos concede la gracia para afrontar cada día con esperanza y valentía, como llamadas de Dios y ocasiones para encontrarnos con Él. Además, la oración nos ayuda a amar a los demás, conscientes de que todos somos pecadores y, al mismo tiempo, amados personalmente por el Señor. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra mayor dignidad. Rezando y amando así este mundo, amándolo con compasión y ternura, como Jesús, descubriremos que cada día lleva escondido en sí un fragmento del misterio de Dios», Papa Francisco, Audiencia general, 10 de febrero de 2021.
Dios llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Dios es el que toma la iniciativa en la oración, poniendo en nosotros el deseo de buscarle, de hablarle, de compartir con Él nuestra vida. La persona que reza, que se dispone a escuchar a Dios y a hablarle, responde a esa iniciativa divina.
La oración purifica. La oración nos ayuda a resistir las tentaciones. La oración nos da fortaleza en nuestras debilidades. La oración remueve el temor, aumenta nuestra fuerza, nos capacita para aguantar. La oración nos hace felices.
«El hombre no puede vivir sin orar, lo mismo que no puede vivir sin respirar», San Juan Pablo II.
«La oración es la respiración del alma y de la vida», Papa Benedicto XVI.
Mientras que la Santa Madre Teresa de Calcuta nos dijo: «Es necesario que encontremos el tiempo de permanecer en silencio y de contemplar, sobre todo si vivimos en la ciudad donde todo se mueve velozmente. Es en el silencio del corazón donde Dios habla».