Quizás el cónyuge ya no está apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de saber que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su vida y de su historia y que comparte todo.
Es el compañero en el camino de la vida con quien se pueden enfrentar las dificultades y disfrutar las cosas lindas.
Eso también produce una satisfacción que acompaña al querer propio del amor conyugal. No podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida.
En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad.
El amor que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión del corazón que involucra toda la existencia.
Así, en medio de un conflicto no resuelto, y aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida entera y de permanecer amando y perdonando.
Cada uno de los dos hace un camino de crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor celebra cada paso y cada nueva etapa.
Amoris laetitia, la familia es luz en la oscuridad del mundo.
Papa Francisco